lunes, 27 de abril de 2009

...VALORES...

Se de las flores lo necesario. Podría inclusive dar categorías, arbitrarias, desde luego. Y los mejores resultados se dan por separado.

Mientras dormías, yo tuve una charla muy particular. Un negocio que me han propuesto y del cual, debo reconocer, no me puedo zafar.

Mantendrá mi estilo de vida, al menos un par de meses. Nada parecido a lo que mi padre desearía, pero él ya no está aquí.

¿Te hablé alguna vez de mi padre? Era un tipo duro en verdad. Me regaló a los 14 años mi primer auto. No arrancaba. Era uno de los suyos que ya no usaba. Mi madre lo vendió. A mi no me importó mucho que lo hiciera, pero me molestó de sobre manera que el dinero no fuera a parar a mis manos.

Después de eso, lo volví a ver hasta los 16 años.

Tuxtla Gutiérrez Chiapas. Una casa que hacía las veces de hospital en la planta de abajo y de “hogar entrañable” en la segunda planta.

Todo el día era llegada y salida de pacientes impacientes, y mi padre que ya se ve de donde heredé éste maldito carácter, no se hacía muchas simpatías. Pero como al Genio le pasa lo que al Talentoso, hacer amigos es lo de menos mientras se tenga los tamaños necesarios par ser el mejor en esa faena.

Como padre era mejor de médico. Aborrecía la mediocridad, y la incompetencia. Descalificaba cinco de cada cuatro veces la forma tan vulgar de proceder de “los de la mapachada”.

Esa era su palabra.

Se graduó con honores de la escuela de medicina, se casó, compró un auto, una casa, un perro y como eso no fue suficiente ni emocionante, se fue con la guerrilla a Guatemala. Tampoco le satisfizo, pero ya en su país lo mejor que pudo hacer es convertir su casa en un sanatorio, y mantener sus ideas fundamentalistas ocultas. Pertenecía a una resistencia política independiente. Mi casa la convirtió en cuartel, bueno la que debió ser mi casa, hasta antes de que cambiara el testamento y me desheredara por escoger el camino del arte en lugar del de la ciencia. Nunca me lo perdonó, pero aún así me regaló mis primeros instrumentos.

El doctor era algo serio. Un Don Juan, un alquimista, seductor y malabarista. De una vista podía saber de ti más de lo que hubieras querido compartir. Me escribía cartas de quince y veinte hojas. Se apoderaba de él el demonio y me repetía una y otra y otra y otra vez que la demencia era su mejor herencia.

En una visita que le hice, por mi cumpleaños, decidió que el mejor regalo que podría darme era “El valor de la vida”.

Me despertó temprano y me obligó a desayunar. Era parte del plan. No hubo pausas en el camino. El enorme auto se insinuaba lancha, y eso no es bueno. Llegamos a una clínica propiedad de un colega suyo. Clandestina desde luego. Estando ahí, recordé porqué escogí el área de exactas..

Me encaminó por un pasillo hasta el área de quirófano. Me sentó en una silla y me dijo que sería muy afortunada por lo que mis ojos verían.

Después de más de media hora de repasar con la vista lámpara, material quirúrgico y mesa de cirugía, me sentí una experta.

Dos hombres de blanco entraban con una camilla. Una mujer a lo mucho, 18 años (yo tenía 16) iba en ella. La prepararon.

La sedaron y el ejercicio de la medicina se practicó.

Piernas abiertas de frente a donde yo estaba. ¡Ah que mi padre tan ocurrente de escogerme la primera fila!

Introdujeron en la vagina un pato, que no es otra cosa que un artilugio para ampliar el espacio por donde iban a trabajar.

Primero una varilla de acero quirúrgico de poco diámetro y así una y otra y otra hasta alcanzar mayor tamaño. En cada extremo de la varilla había una especie de rastrillo con afiladas puntas. Lo supe, porque vi caer en una cubeta que había justo debajo de las piernas de la chica, los pedazos de algo que pocos meses después pudo tener nombre. Sangre mezclada con una sustancia antiséptica y el olor a muerte.

Mi padre me observaba por debajo de los lentes, mientras continuaba la matanza.

¿Cuánto dolor puede llegar a sentir el alma?

Más sangre. Un par de pinzas y una graciosa manguerita que drenaba algo negruzco. La chica estaba sedada, y sin embargo se quejaba. Dios no estaba presente.

El otro médico revisaba la lectura del corazón y con una jeringa agregaba algo a la bolsa de suero.

En ese momento se agregó a la carnicería un tercer médico. Alto joven y de buen semblante. Se acercó a mí y me hizo una seña con la cabeza. Como diciendo -¡Mira! ¡Ya empezó la fiesta!

Dos horas aproximadamente bastaron para cambiar una vida y exterminar otra.

Yo sé que debí estar verde de la impresión. Me dí cuenta porque después de que todo acabó, mi padre me abrazó fuerte y me dijo –Quiero que sepas que esto no tiene que ser así. La diferencia la hacen tus decisiones y yo jamás te juzgaría.

El camino de regreso fue un cementerio de pensamientos. Mi viejo no me quitaba la vista de encima por el espejo. La chica fue llevada a recuperación a la clínica de mi papá. También estuve cuando la dieron de alta.

Salió como si nada. Su blusa escotada, su minifalda. Cabello teñido y un rojo en los labios. Pagó lo que faltaba y se fue arriba de sus tacones. Hizo una broma a la enfermera y desapareció para siempre.

Yo todavía puedo oler la sangre de ese día.

Escrito por Erika Molina Prado

1 comentario:

  1. Interesante, tu inspiración me gusta me amarras a tus textos eso me agrada por que. es ameno leerte..

    intriga y tensión en ellos..
    un gusto leerte

    saludos fraternos
    un abrazo

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